jueves, 7 de noviembre de 2013

Hasta que te encuentre otra vez (3:3)

Capítulo beteado por Marta Salazar

Capítulo 3
(Escrito por Camili . manina)

Ella estaba ahí de pie, estática, asombrada de lo que sus ojos veían, algo imposible de creer, un milagro que jamás pensó presenciar. Pero ahí estaba… Ambos estaban presentes.
Pero algo era diferente, él ya no corría para protegerla como siempre, uno del otro, tan alejados, parecían a kilómetros de distancia. Quería gritar, quería ponerse en peligro, verlo correr a más no poder para estar cerca, pero no salían palabras, ningún sonido de sus labios.
Intentó dar un paso, sin embargo, sus pies, su cuerpo no reaccionaba, quería acercarse, quería tocarlo y poder confirmar que no era uno más de sus innumerables sueños y pesadillas pensando en este día. Casi grita de alegría cuando su pie derecho dio un paso, su mente chillaba vitoreando el proceso y animando al izquierdo para imitarlo… Otro paso más. Ya solo quedaban por lo menos diez. Suspiró, necesitaba que fuera más rápido, pero no quería mirar a sus benditos pies para reprocharles por la lentitud, no quería perder la mirada y luego descubrir que se trataba de otro sueño.
Diez pasos más y ya solo una leve brisa los separaba, el sol, mar y la arena eran sus testigos, nadie podría decir que eso era verdad.
Se sobresaltó cuando una de sus manos se acercaba con lentitud. Eso de ningún modo pasaba en sus sueños, él jamás se movía, pero ahora estaba ahí, queriendo que no hubiera espacio entre ellos. Sin poder evitarlo, cerró los ojos. Un pequeño roce, algo tan simple pero que la hacía desfallecer, por fin lo sentía, piel contra piel y más si sus brazos la aferraban con fuerza contra su pecho… calor, paz, amor.
Ya estás aquí. Y todo sufrimiento había desaparecido.
Era tan extraño tenerlo tan cerca pero a la vez sentirlo lejos. Una mesa redonda y sillas de fierro forjado, esas que solo se veían en la Torre Eiffel, pero que por cosas del destino, ahora estaban en el lugar menos esperado. Un día nublado, preparándose para la primera lluvia del invierno, todos refugiados en su hogar o dentro de los locales comerciales ignorando el clima. Solo ellos dos fuera, con tres grados bajo cero, sentados en una pequeña mesita con un café entre las manos.
Ella no pudo evitar una risita mientras bajaba la mirada y negaba en silencio.
Es extraño, ¿no? Escuchar su voz le sorprendió pero asintió—. Debo confesar que no era así como pensaba encontrarte.
¿Y cómo creías que sería? Fue su turno para reír entre dientes.
En alguna playa paradisíaca, solos tú y yo… Cruzar las miradas y creer que solo se trataba de un sueño… Pero aquí estamos.
Muertos de frío, con un café helado en la mano. Ambos se rieron.
Un gruñido se extendió por la habitación y un golpe contra la tela de cuero. Edward se pasó las manos por el cabello, bufó sin poder entender por qué no podía terminar ese libro, parecía ser que ese último capítulo era imposible de hacer. Aunque sabía la respuesta, necesitaba a Isabella con él, solo ella podría leer ese libro antes que cualquier otro. Se lo había prometido a sí mismo y hasta que eso no sucediera, jamás podría llegar a su fin… Bufó nuevamente cerrando el portátil con brusquedad. Siempre era lo mismo, cada Navidad era igual.
Dejó todo sobre el sofá del cuarto de hotel. Solo recordar dónde se encontraba, lo ponía de mal humor. Luego del inconveniente por el clima, por las molestias, les habían regalado el hospedaje en uno de los mejores hoteles de New York, por dos días que estaba anunciado el mal tiempo, luego podrían seguir el viaje hasta Chicago, pero, ¿de qué servía llegar un 26 de diciembre a La Cueva? De nada, todo había terminado ese 24, no podía soportar otra vez el sufrimiento de la separación, de soportar una Navidad sin su Ángel.
Caminó hacia la ventana, las cortinas estaban corridas dejando una gran vista ante él, toda la gran manzana, las personas, acciones, todo un mundo de inspiración. Había cambiado el lugar de encuentro de sus personajes, lo hacía inconscientemente, con un dejo de esperanza… Siempre había esperanza.
El atardecer estaba por llegar, muchos aún comprando obsequios atrasados, corriendo para llegar a la cena de Nochebuena. Pero Edward no tenía nada que celebrar, ni siquiera estaba su tía Elizabeth. Había pensado en llamarla, pero sabía cómo reaccionaría, capaz de todo por llegar donde él y estar juntos; mandar a buscarlo para llegar a esas elegantes cenas navideñas, buscando ser la mejor de los tiempos, superando la anterior, ¿pero de qué servía eso? Suspiró.
Ya había sido complicado dejarla sola, estaban los demás familiares, en especial sus primas, quienes habían prometido cuidarla en su ausencia, pero no era lo mismo estar juntos. Había creído que éste era el momento, donde por fin se verían. Volvió a bufar corriéndose de la ventana. Tomó el portátil con una de sus manos mientras volvía a abrirlo, de pie, esperando algún milagro. El correo seguía igual, nada nuevo, ¿habría recibido el mensaje?
Había pensado en salir del cuarto e ir de compras, tal vez algo lindo para su tía. En realidad no le importaban esas cosas. Desde su infancia, sabía que lo único importante era el cariño, el amor que podías dar para esas fechas importantes, eso era su estímulo para haber hecho ese viaje, por fin poder estar juntos, toda la familia.
Solo habían sido tres años, pero los tres años más hermosos de su vida, junto a Carlisle, Esme y Bella. Suspiró, necesitaba despejarse, tomar un poco de aire. Tomó su abrigo, miró el portátil pero negó para sí mismo, nada de escribir por esa tarde y menos seguir insistiendo con el correo. Tomó una bufanda cubriendo su cuello y boca con ella, subió el cuello del abrigo, miró sus manos, se encogió de hombros para sí mismo mientras metía sus manos en los bolsillos, de esa forma impediría que el frío se fuera por sus huesos y los dedos dolieran luego, sería fatal para tocar. Cerró la puerta tras suyo y sin mirar a nadie bajó por el ascensor y salió al frío invernal de la gran ciudad.
La Navidad es para muchos la mejor época, en especial, en New York. Durante estas fechas, la ciudad se convierte en la capital de estas fiestas. La "Shopping Week", con tiendas espectacularmente decoradas, el encendido del gigantesco Árbol del Rockefeller Center o el fin de año de Times Square. En estas épocas dan ganas de hacer todas las cursilerías tradicionales: patinar en hielo en el Wollman Rink de Central Park, ver el árbol gigantesco del Rockefeller Center, los escaparates de Saks Fifth Avenue, conseguir boletos para el Cascanueces en Lincoln Center, y para el musical navideño en Radio City Music Hall. Si nieva, hay que tomar un caballo y dar la vuelta alrededor de Central Park, y decirle al chofer que no hable, para disfrutar del parque en silencio.
Todo New York se viste de gala para la temporada, pues en cierto modo representa todo lo que es la ciudad; los focos, los restaurantes, las compras. La marea sube sobre la Quinta Avenida que se inunda de peatones cargados de paquetes. Observar a las niñas jugar a tocar los abrigos de las señoras, siempre buscando el más suavecito. Pero qué importaba todo eso si no podías compartirla con las personas que amabas, nada de eso valía la pena contemplar. Todo se transformaba en gris, los colores se perdían aún cuando las luces, la música y actos impresionantes, fueran brillantes para verlos desde lo más alto del cielo.
Edward caminaba mirando sus pies, la acera cubierta de hielo y nieve, buscaba que sus pasos fueran firmes y seguros para no resbalar como había visto de reojo con algunos de los ciudadanos que corrían de un lado a otro. Escuchaba sus risas, los gritos de júbilo de algunos turistas al ver la gran decoración y el gran árbol navideño, pero él no veía nada, sentía que estaba ciego.
Caminó varias cuadras, se detuvo en algunas tiendas que aún no cerraban, pero no encontraba nada especial para su tía. En una de ellas pensó en volver al hotel, sin embargo, encerrarse entre esas cuatro paredes era peor que deambular por las calles de New York.
Algunas personas intentaron detenerlo, solo para desearle una Feliz Navidad. Edward les regalaba una sonrisa y volvía a esconderse entre los pliegues de su bufanda, retomando el paso, intentando encontrar el lugar correcto donde quería estar. ¿Pero cómo llegar a ese lugar bajo malas condiciones climáticas, sin un coche, con solo la esperanza de que Bella hubiera recibido ese correo y correspondido a su decisión? Aunque ya no importaba, él no podría llegar, estaba encerrado en esa ciudad.
Se sorprendió al llegar al lugar más característico de esas festividades, conocidas por todo el mundo. La gran pista de patinaje en hielo, grandes y pequeños disfrutando, sonrisas en sus rostros, algunos riendo al haber caído por alguna mala maniobra sobre el área. No pudo evitar detenerse y que una pequeña sonrisa apareciera. Apoyó sus manos calientes sobre la barandilla congelada que limitaba el hielo de la acera. Se rio de sí mismo, al sentir cómo sus dedos alegaban del cambio de temperatura, pero la vista era todo. Miles de ideas asaltaron su cabeza, un nuevo escenario para el gran final, ella desplazándose por el hielo firme, sus ojos cerrados, el frío chocando con sus mejillas pero eso la hacía sonreír… Edward sonrió mientras cerraba los ojos… Patinando en medio de la pista, disfrutando del momento, olvidándose de todos los problemas, de las fechas, de cualquier cosa que pudiera hacerle mal; pero sin pensar que en el mismo lugar estaba él, mirándola desde esa misma posición, sus manos congelándose después de tenerlas guardadas por horas en los resguardados bolsillos de su abrigo.
Abrió los ojos, suspiró. En su caso no era así, Isabella no estaba en medio de la pista, solo una pequeña que lo miraba fijamente. No desvió la vista, una niña de no más de seis años, cabello castaño escondido bajo un gorro de lana del mismo color que sus guantes. Levantó una de sus manos saludándola, ella se rio entre dientes realizando el mismo gesto, se dio la vuelta ágilmente para correr a los brazos de su madre.
Sus manos comenzaron a molestar, estaban completamente frías, dolía mover algunos de los dedos. Dobló los dedos intentando volver a sentirlos, que la sangre volviera a correr. Los escondió nuevamente en los bolsillos emprendiendo el camino de regreso, el crepúsculo se apoderaba de New York y Edward necesitaba transcribir lo que tenía guardado en su mente. Esta vez escondió hasta la nariz dentro de la bufanda, la temperatura en verdad estaba bajando, necesitaba de un café con urgencia.
Caminó a paso firme y rápido pensando en la calidez de su cuarto, con el cual debía simpatizar para vivir hasta el 25 por la noche, cuando por fin tomara un avión de vuelta a Londres.
Miró a su alrededor, frunció el ceño, ¿dónde se había metido? No recordaba las calles que había tomado, solo había mirado el pavimento y ahora debía reprenderse por no haber mirado a lo menos un nombre de alguna avenida. Observó las tiendas y para su sorpresa, una de ellas era un café, las luces seguían encendidas por lo que seguían trabajando aunque fuera Nochebuena. Se refugió del frío, podría entrar en calor dentro, tomar el café que necesitaba y pedir ayuda para volver al hotel. Tal vez tuvieran algún papel que le dieran para escribir o a lo menos una servilleta.
El lugar era como cualquier otro en La Gran Manzana, la decoración no dejaba duda en qué fecha se encontraban, los que atendían llevaban sweaters con algún dibujo navideño y el nombre del lugar. Saludó con cortesía pidiendo un expreso, la chica sonrió mientras marcaba el pedido y luego le daba el precio. Abrió su abrigo para buscar en el interior su billetera, sacó el dinero entregándoselo.
Mientras esperaba su café caliente, miró el lugar, algo acogedor, las personas conversaban en murmullos más elevados del normal, intentando mantener una intimidad pero que no daba el resultado correcto. Algunos estaban solos, miraban su taza como si fuera lo más fascinante del momento, ni siquiera contemplaban por la ventana, parecían concentrados en algo… Tal vez esperando lo mismo que él, algún milagro.
Abrió los ojos impresionado, en una de las esquinas, escondido tras un pino real adornado en colores dorado, verde y rojo, un piano de cola negro. Estaba cerrado, en perfecto estado, como si nadie hubiese tocado en él desde el momento que lo habían comprado. Las palmas y los dedos de sus manos comenzaron a cosquillear, lo incitaban a tocar, pero no podía hacerlo en público, había prometido que solo tocaría para Bella, pero ella no está aquí, está muy lejos. Suspiró, bajó la mirada; tantas promesas y ninguna de ellas podía cumplir, hoy todo quedaba olvidado. ¡Qué más daba!
Miró al frente, la chica le entregó su café, Edward le preguntó si podía sentarse en el piano, ella se encogió de hombros sin quitar la sonrisa. Le dijo que no había problema, esa mañana no había asistido el pianista y no sería malo que alguien quisiera darle algo de melodía al lugar. Edward asintió sonriendo con pudor, sería la primera vez que tocaría frente a un público como este, aunque este no estuviera atendiendo, sino que inmerso en sus problemas o planes.
Se sentó en el banquillo, levantó la tapa y ahí estaba las queridas teclas, blancas y negras, perfectas, en buen estado como había dicho, tal cual lo hubiera sacado de una tienda. Sus dedos cobraban vida, querían tocar, pero su mente decía que debía esperar, no era el momento, ¿pero qué más debía esperar? ¿El milagro que llevaba esperando por diez años? Ese día estaba todo perdido, lo había dicho en su correo electrónico, si ella no aparecía en La Cueva, él daría por hecho que ella había hecho su vida… Lo mismo significaba para él, y todo por el maldito clima. Dos de sus dedos tocaron de una vez, otros tres de la mano contraria lo acompañaron. La melodía se filtró por la estancia. Miró a su alrededor pero nadie interrumpió, concentrados en ellos mismos.
Cerró los ojos, dejó que sus manos mandaran, estas recorrieron el juego de marfil, como si leyeran las partituras que esa tarde descansaban sobre el piano de la casa de su tía Elizabeth, sabían perfectamente donde tocar, donde trabajar para que sonara la música, dejando que por primera vez en su vida alguien más escuchara sus composiciones. Una de sus promesas estaba siendo despedazada, para Edward ya no había más opciones, solo buscar que a lo lejos escuchara la melodía, enterándose de la verdad, y no de las creencias de ese día… Él la amaba, con su cuerpo, su alma, su corazón.
—Edward…
Abrió los ojos impresionado, pasmado, no creyendo lo que sus oídos escuchaban. Esta voz era inconfundible, aunque la hubiera dejado de escuchar hace varios años; no solo era la voz, sino la sensación de que estaba ahí, pero no podía ser cierto, no tenía sentido. No quería mirar hacia la voz, seguía en la misma posición, las manos detenidas en las teclas correctas, listas para seguir, su mirada fija donde debía estar la partitura de esa melodía y estaba seguro que a su lado derecho, junto al gran árbol, estaba… se volteó sin más.
Una ilusión, una hermosa y sorprendida ilusión, no podía ser nada más que eso, no debía estar ahí. Pero había algo que le decía a gritos que era verdad, que debía confiar en lo que estaba pasando, todo era completamente realidad.
—Isabella.
Sí, era ella, estaba seguro que era ella, aunque no tuviera sentido que estuviera en esa ciudad, en ese café. Ese Ángel debía estar en Chicago, esperándolo, decepcionada al entender que él no aparecería… Pero aquí estaba.
No había nada que pensar o hablar, solo reaccionar. Necesitaba levantarse del banquillo, dar dos pasos que lo separaban de Isabella y abrazarla como esa primera vez, cuando la había protegido de esas despreciables mujeres que decían cuidar de ellas. Protegiéndola de esa hermosa mujer que quería llevársela como su hija y que finalmente lo aceptaba como otro hijo con tal de no separarlos, sin saber que tres años más tarde de igual manera iba a ocurrir. Ahí estaban, abrazándose, añorándose, olvidándose de todo sufrimiento, porque ahí quedaba todo, nada importaba más que ellos dos.
La tomó por cada lado de su rostro, obligándose mutuamente a mirarse, confirmando que era cierto, que de verdad ambos estaban ahí. Las mejillas de Bella estaban humedecidas por las lágrimas. Edward negó levemente intentando quitarlas, sabía que no eran de tristeza pero no quería que estuvieran en ese precioso rostro, nada podía interferir para seguir mirando a su Ángel.
Quería besarla, quería hacer todo lo que llevaba imaginando esos años, sentirla cerca, jamás dejarla ir, acariciarla todo el día si era posible, dormir entre sus brazos, confirmar que estaba ahí por el resto de sus vidas. Se rio tontamente, volvió a rodearla con sus brazos, mirando hacia un vacío, solo interesado en las sensaciones y emociones que estaban reproduciéndose en su interior. Por fin el milagro había llegado.
—No puedo creerlo. —Escuchó un pequeño susurro de su Ángel.
—Yo tampoco… Te hacía en Chicago. —Bella asintió confirmando que pensaba lo mismo—. ¿Por qué cambiaste de idea?
Horribles pensamientos pasaron por su cabeza, tal vez no estaba ahí por el destino, sino que había cambiado de idea, ella no quería verlo… Pero ese abrazo, no podía ser cierto. Sacudió la cabeza buscando lucidez y comprensión a cada pregunta o duda. Fue el turno de la chica en tomar su rostro, Edward no pudo evitar cerrar los ojos al contacto. Cuánto la había extrañado, aun no podía creer que ella estuviera ahí, tan juntos como hace diez años. La miró fijamente esperando tener cualquier respuesta. Bella sonrió.
—El clima impidió que el avión llegara a su destino, tuvimos que detenernos en New York hasta que pase el mal tiempo —contestó Bella mirándolo con ojos esperanzados. ¿De qué se trataba esto? ¿Era el destino? ¿Debían encontrarse aquí como pasaba en su libro?
—¿Tú por qué estás aquí? —preguntó Bella tímidamente desviando la vista ligeramente.
—Lo mismo… No puedo creerlo, ¿por qué aquí? —Isabella se encogió de hombros sin quitar una sonrisa.
— ¿Debía ser así? —cuestionó la chica.
Dejándose llevar, sin importar que las cosas pudieran cambiar, sin pensar en lo que viniera, posó sus labios sobre los de ella, aferrándola hacia sí, buscando el calor, la alegría, la paz que había estado buscando por tantos años. Por fin ahí, juntos, prometiendo jamás separarse, concretando todo con ese beso que ambos deseaban desde el mismo día en que se habían conocido, dos pequeños, inocentes, que habían sufrido más que cualquier persona en el mundo. Pero ya no tenía que ser así… nunca más.
Sin embargo Bella no pensaba lo mismo, se separó rápidamente, disculpándose con la mirada; ella quería ese beso, lo anhelaba con toda su alma, pero Edward necesitaba saber toda la verdad, necesitaba saber por qué las cosas serían diferentes desde ese día, hasta el punto de que no quisiera volver a verla. Bajó la mirada mientras tomaba aire, llenando sus pulmones de valentía, de coraje… De compasión. Fuerza, que la ayudara a levantarse luego que Edward supiera toda la verdad desapareciendo.
—¡Yo quiero mi leche, yo quiero mi leche!
—¡No! —gritó Bella, abrió los ojos asustada, no era así como quería que sucediera.
Un pequeño de no más de cuatro años chocaba contra las piernas de Edward. Este logró estabilizarlo antes de que cayera al suelo, tomándolo en brazos. Miró las mesas ocupadas esperando ver a la madre asustada, pero nadie parecía importarle la escena que estaba ocurriendo. Analizó con el ceño fruncido al pequeño esperando alguna reacción: susto, lágrimas al verse con extraños, pero estaba tranquilo, miraba a Isabella.
Cuando el niño se vio en brazos del hombre dejó su entusiasmo, llevó sus brazos hacia su pecho, bajando la mirada y mirando de reojo. Edward inmediatamente lo bajó, colocándose a su misma altura, escuchó que algo le decía su Ángel, pero primero debía encontrar a la madre del niño. Algo tenía, algo le era familiar. El pequeño seguía en la misma posición, sus manos empuñadas intentando esconder su rostro aunque interesado en conocer al hombre.
—¿Dónde está tu madre? —preguntó Edward preocupado.
—Aquí —dijo el niño con sus manos aun en la boca.
—Edward… deja al pequeño. —Bella intentaba llamar la atención del hombre.
—¿Por qué te alejaste? —preguntó Edward sin prestar atención a Isabella.
—Quiero mi leche. —El pequeño susurró.
—Debes ir a tu mesa, puedo acompañarte. —El niño negó y miró hacia arriba.
—No tenemos mesa, mami, quiero mi leche. —Edward Lo único que se escuchó fue un suspiro.
—Carlisle, solo déjame terminar de hablar con el señor.
Solo fue cosa de segundos, solo cinco segundos para entender todo, para que su vida se fuera por un agujero a lo más profundo de su pesar. Carlisle… su madre estaba ahí… era su hijo… Bella había contestado… su Ángel tenía una familia.
Lo miró fijamente, seguía arrodillado frente al niño… Carlisle, el pequeño se llamaba Carlisle, igual que su padre. Bella había seguido con su vida y tenía todo su derecho. Tal vez solo había ido al encuentro para verse por última vez y aclarar las cosas, mientras que él se ilusionaba, pensando que el destino, el milagro que había estado esperando, los había unido de cualquier forma. Pero no se trataba de eso. Cerró los ojos, tomó aire antes de volver a pararse y enfrentar a Bella.
—Mami, ¿cuándo volveremos? —Isabella acarició su cabello castaño.
—De inmediato, ya iremos por tu leche. —Bella miró a su hijo intentando darle una sonrisa, pero estaba nerviosa, no podía mirar a la cara a su gran amor.
—Un hijo —afirmó Edward. Bella sintió su pecho oprimirse, solo asintió—. Su nombre, Carlisle. — Ella volvió a asentir buscando coraje.
—Lo encontré pertinente. —Bella parecía nerviosa.
—Sí, eso creo.
—Necesito que vengas conmigo —dijo la chica asustada, necesitaba darle una explicación.
—Donde quieras. —Fue la única respuesta de Edward, aunque Bella no esperaba esa afirmación, estaba segura que todo cambiaría cuando supiera todo y esas palabras no volvería a escucharlas de su boca.
Tomó la mano de su hijo guiándolo fuera del lugar. Edward no entendía nada, pero por Bella haría lo que fuera, no importaba a dónde lo llevara, no podía permitirse perderla de nuevo, sin importar qué le deparara. Necesitaba saber todo, aunque luego doliera hasta destrozar su alma.
Fuera, el frío amenazaba con congelar cada parte del cuerpo que estuviera a la intemperie, pero no estaba dispuesto a dejar de sentirla; tomó la mano libre de Isabella y ella al parecer necesitaba de lo mismo al sentirla relajarse. Pero nada importaba en ese momento. Ella hizo parar a un taxi, le dio el nombre del hotel, el conductor asintió volviendo a la calle congestionada de coches y personas festejando.
El camino lo realizaron en silencio, Carlisle estaba en medio con sus manos sobre el regazo de su madre, ella las cubría con las suyas. Cada uno miraba por la ventana, por primera vez sintiéndose completos, relajados, sin esa opresión en el pecho, porque al fin estaban juntos, no obstante, al parecer, no todo era perfecto como en las novelas. Edward dejó escapar una sonrisa, aún seguía sin creer que eso estuviera pasando, no tenía sentido, pero a la vez era exactamente lo que hubiera esperado para el final de su novela, ahora podía decir que estaba terminada, solo faltaba que su acompañante la leyera y por fin se sentiría completo, no habría nada más que faltara por hacer.
Se sorprendió cuando el taxi se detuvo bajo su hotel, había escuchado que Isabella había dado el nombre de uno, pero no recordaba que fuera el mismo donde lo habían alojado a él. La miró con el ceño fruncido, pero ella parecía estar en su propio mundo, un leve fruncido, sus ojos distantes, como si estuvieran centrados en otro lugar, lejos de ahí. Quería abrazarla, protegerla, intentar que olvidara eso que la acongojaba, pero Bella fue más rápida bajando del coche junto a su hijo, tomándolo en sus brazos luego de pagarle al chofer. Edward la siguió desde atrás mientras subían las escaleras y entraban en el vestíbulo.
Bella se giró para mirarlo, volvió la sonrisa a sus rostros, ambos necesitaban sentirse cerca, más cerca que nunca. Ella, con la cabeza de su hijo apoyada en el hombro, entró en el ascensor, presionó el piso cinco. Ella miraba el suelo mientras Edward miraba atento a cada movimiento que hicieran los dos, las pequeñas manitos del niño y las leves caricias que le daba su madre.
Se bajaron, caminaron hacia la derecha deteniéndose frente a la puerta 510. Edward al mirar a Bella notó su nerviosismo, algo no estaba bien, más cuando ella se colocó frente a frente mirándolo directamente a los ojos esperando algún ápice de comprensión de su parte. No entendía nada, pero sabía que podría con todo lo que ella necesitara, Bella era su vida y no permitiría que nada ni nadie los volviera a separar.
—Sé que todo esto es extraño, miles de preguntas que no sé si podré contestar… pero a este viaje vine con un objetivo y es que sepas la verdad.
—Bella… —La chica negó rápidamente mientras inspiraba intentando no llorar, sabía lo que venía.
—Dejé de comunicarme contigo porque sentía vergüenza… porque hubo un momento en mi vida que desearía olvidar pero a la vez me trajo algo… algo maravilloso que solo he aprendido a querer hace muy poco. Sentía horror al contarlo, menos por una llamada, me sentía una traidora… siendo que luego entendí que yo no era la culpable, aunque aún hay días que pienso que es así. —Edward intentó hablar pero ella lo miró intensamente suplicando su silencio—. Solo necesito que escuches, que intentes entenderlo… Cuando vi tu correo, donde decías encontrarnos en La Cueva, entendí que debía vencer todos mis temores y esperar a tu respuesta… y este es el momento.
Abrió la puerta con lentitud, miró a todos lados antes de dejar al pequeño en el suelo. Este se aferró a su pierna mientras miraba al hombre que entraba. Sabía que para ambos era algo extraño. Carlisle jamás había conocido a otro hombre más que su abuelo Charlie, y Edward tampoco hubiera imaginado un hijo en la ecuación. Miró a su hijo regalándole una sonrisa, luego se fijó en su amor.
—Necesito presentarte a alguien… Edward, él es Carlisle, mi hijo, Carlisle, él es Edward, mi… hermano, mi compañero… mi todo.
—¿Él es mi papá, mami? —Bella se tensó, miró a Edward intentando disculparse pero para su sorpresa, el hombre estaba arrodillado junto a su hijo.
—¿Quieres que lo sea? —Carlisle volvió a hacer el mismo gesto que en el café, sus manos sobre su boca mientras asentía, Edward sonrió—. Bien, lo soy.
—Carlisle, ¿no querías tu leche? —El niño olvidó toda conversación asintiendo con entusiasmo—, está en la heladera, la tomas y vas a recostarte, ¿bien?
El niño corrió hacia la pequeña nevera, tomó el biberón preparado y siguió su camino hacia una puerta donde imaginaba estaría la cama. Cuando perdió la vista del chico volvió a mirar a su madre, estática, esperando cualquier reacción de su parte o cuestionándose lo que acababa de decir.
—¿Por qué le has dicho eso? —preguntó Bella angustiada mirando de reojo hacia el cuarto por donde había entrado su hijo.
—¿Qué cosa?
—Edward, le acabas de decir a mi hijo que eres su padre, y ambos sabemos que eso no es cierto.
— ¿Y por qué no puedo serlo? —sonsacó el chico, el estómago de Bella se contrajo.
—Él tiene un padre. —Edward asintió con una leve sonrisa.
—Si lo tuviera no estaría preguntando si yo lo soy… No eres una buena mentirosa, Bella.
—No entiendo por qué sonríes. —Edward dio un paso hacia ella, pero Bella negó—, por favor, necesito este espacio.
—No me importa qué haya pasado, no pienso perderte de nuevo.
—¿No quieres saber qué ha pasado? ¿Por qué he dejado de hablarte?
—¿Necesitas que lo sepa? —preguntó Edward. Bella cerró los ojos antes de contestar, sus manos se volvieron puños antes de volver a mirarlo.
—Sí… Necesito que me escuches y luego me abraces, me protejas… Como lo hacías hace diez años. —Él sonrió.
—Lo prometo.
Con un gesto lo invitó a sentarse en el único sofá de la sala, cada uno en una punta. Bella retorciendo sus dedos buscando cómo empezar y mantener la esperanza de esa promesa, luego de volver todos esos recuerdos a su cabeza; obtendría lo que siempre había esperado. Sin embargo, sabía que eso estaba lejos de ocurrir, él no aceptaría a Carlisle luego de saber la verdad.
Comenzó por ese día de Navidad, pensando que por fin pasaría una gran Navidad junto a su mejor amiga, pero de un momento a otro, un golpe podía destrozar esa añoranza aunque con la verdadera persona que quería pasarlo, no estaría ahí. Flashes de algunas escenas, un hombre o tal vez varios, alguien sabía que ella estaba ahí, las luces del coche yéndose dejando un chillido de los neumáticos, la inconsciencia, sangre, sus ropas destrozadas, sin voz, la histeria, el recuerdo de que Edward no estaba con ella sino que a miles de kilómetros de distancia.
Lo peor, enterarse que estaba embarazada de un desconocido, pero a la vez pensar en su pasado y no poder abortar, ese pequeño no tenía la culpa, no podía deshacerse de él como lo habían hecho con tantas niñas del orfanato. El apoyo de Charlie y Renée luego de que Carlisle naciera, los meses que pesaron en donde ese bebé no tenía un nombre debido al rechazo y los únicos que habían venido a su mente eran Edward y Carlisle, los únicos hombres que la habían amado. Y lo que más le dolía, esos años en que no había podido mirar a su hijo, rencor, la comprensión de un bebé, entender a su madre al no poder tenerlo en brazos, amándola incondicionalmente. Lágrimas escaparon de sus ojos, sin pensarlo miró hacia el cuarto, tanto le debía a ese niño y no sabía cómo recompensarlo.
Fue ahí cuando sintió calidez, paz, tranquilidad, amor; todo lo que había añorado por años aun cuando sus padres se lo habían dado todo intentando calmar el dolor de perder a Carlisle y Esme. Miró su cuerpo, dos brazos fuertes la mantenían aferrada, protegida. Cerró los ojos… y lloró, lloró como nunca antes.
Edward la atrajo hacia sí dejando que se desahogara, culpándose de cada momento que no había hecho lo imposible porque Elizabeth aceptara llevarla con ellos. Tal vez nada de eso hubiera pasado, no podía soportar que su Ángel hubiera sufrido nuevamente. Él se había prometido a los ocho años que eso no ocurriría… Sacudió su mente, no más. Ya todo debía quedar en el pasado, no podían seguir aferrándose a él mientras el futuro intentaba seguir adelante. Ya estaban juntos y ahora se hacía la promesa, la cual juraba no quebrantar… no los dejaría solos, jamás a Bella, al amor de su vida… ni a su hijo, en absoluto.
El 25 de diciembre es el día de Navidad y New York queda desierto. Las tiendas, museos y establecimientos de pasatiempo cierran sus puertas y los neoyorquinos abandonan sus puestos de trabajo para reunirse con la familia, en muchos casos, fuera de la ciudad. La llegada durante la Nochebuena de Santa Claus llena de regalos, los árboles adornados de los hogares y sobre todo de alegría entre los niños. La locura de la noche anterior queda atrás, esperando por el próximo 24 para seguir con cada una de sus tradiciones.
Pero tres personas no estaban al tanto de esas costumbres. Caminaban por las calles solitarias, pero con una sonrisa que nadie podría borrar. Un hombre que desde pequeño había vivido en la pobreza, una madre que muere y lo deja solo en las calles, buscando algo de comer o un refugio para la noche. Una mujer que nunca había conocido el significado de padres hasta que una pareja y un niño llegaron a ese lugar al que debía llamar hogar. Y un niño que por cosas del destino había imaginado que su madre era lo mejor del mundo, a quien podía amar únicamente, pero que hace solo unas horas, podía asegurar que tenía amor para entregarle a su padre, porque ahora tenía a dos personas incondicionales en su vida.
Edward llevaba a Carlisle abrazado a su brazo izquierdo mientras él se aferraba a su cuello con esos pequeños brazos. A su lado derecho, Bella lo abrazaba por la cintura mientras él le pasaba el brazo por los hombros.
Una hermosa escena para terminar el último capítulo, cerrar el borrador y presentarlo a la editora y convertirlo en un Bestseller. A kilómetros de distancia, una mujer tomaba el libro entre sus brazos mientras una lágrima caía por su mejilla, hace meses que no tenía a su hijo junto a ella, pero sabía que era feliz, había logrado lo que siempre anheló. En La Florida, una pareja sentada a la sombra de un árbol, ella lee cada página con ansiedad mientras su marido escuchaba con una sonrisa en su rostro, y ríe cuando su esposa reconoce a su hija en ellas. Tres chicas leen entre risitas cada línea mientras se dan miradas de complicidad. La primera página de cada copia llevaba el autógrafo y una dedicatoria del autor… "Para las primeras que adquirieron una copia de este libro".
Y una pareja que siempre estaría en el corazón de Bella y Edward, dos maravillosas personas que los habían salvado de vivir en la infelicidad. Dos personas que les habían demostrado que los milagros sí existen.
—¿Qué pides este año para Navidad, Ángel? —preguntó la chica, Edward rio entre dientes.

—Yo te pedí a ti, Isabella.

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