jueves, 7 de noviembre de 2013

Hasta que te encuentre otra vez (1:3)

Resumen: Navidad es una palabra mágica... ¿Pero qué pasa cuando esta festividad te entrega esperanza, pérdida y distancia a la vez? Edward y Bella que desde pequeños buscan tener una Feliz Navidad. Descubrirán que solo la podrán tener cuando estén uno al lado del otro para siempre.


Hasta que te encuentre otra vez

Disclaimer: Los personajes pertenecen a S. Meyer (The Twilight Saga). La Trama es nuestra.
Capítulo escrito por Martina Bennet y beteado por Marta Salazar
La historia puede tocar puntos sensibles en los lectores.
¡BIENVENIDOS!

CAPÍTULO 1
—Tengo frío, y hambre.
No era la primera vez que Bella escuchaba esas palabras, e incluso, no era la primera vez que estas reflejaban sus pensamientos. Las ventanas con marcos de madera vieja, cristales opacos por el polvo acumulado y la humedad del lugar, se encontraban cerradas, pero aun así, el frío pasaba por entre finas rendijas, y atravesaba la gran habitación dormitorio, calando los huesos de las niñas que allí intentaban dormir, mientras sus dientes castañeteaban, y sus estómagos resonaban, pidiendo ser llenados con cualquier tipo de alimento.
—Es mejor que te duermas ya —susurró Bella con su voz infantil.
—Pero tengo hambre, y me duele todo —replicó débilmente la niña acostada a su lado.
—Si te duermes pronto, la mañana llegará más rápido, y con ella el desayuno —animó la pequeña entre susurros, tratando de darle consuelo a su compañera de desgracias, mientras rogaba a Dios que no las escucharan conversar, pues sabía por experiencia propia, que ambas serían castigadas si eran descubiertas aún despiertas.
—Espero que nos den algo de leche, hace mucho que no lo hacen.
—Yo también lo espero —concordó Bella y regalándole una pequeña sonrisa de buenas noches, giró su cabeza, y se quedó dormida. Esa fue la última noche que vio a la niña de cuatro años; en el desayuno se enteraría de que había muerto producto de la desnutrición severa, y del frío extremo que azotaba su frágil cuerpo. Esa mañana sirvieron leche caliente.
Isabella, sin ningún segundo nombre ni apellido que la pudiera identificar más precisamente, era una pequeña niña de seis años de edad, que no conocía el vasto mundo que se extendía fuera de las paredes del albergue local para menores mal llamada Casa Hogar Mi Segunda Familia, ubicado en el centro de la ciudad de Chicago, cuyo dueño había muerto hacía ya muchos años. El albergue estaba siendo administrado y dirigido por sus hijos, personas avariciosas que no les importaba en lo absoluto las suertes de las niñas que continuamente incrementaban la cantidad de bocas por alimentar y cuyas edades iban desde los cero y los doce años. Sin contar con el hecho de que el personal las trataba con el mayor desprecio e inhumanidad posible. Al llegar a esa edad eran enviadas a una institución pública para señoritas que quedaba al otro lado de la ciudad, y en la cual, ninguna de las niñas tenía referencia de si su vida ahí sería mejor o peor de la que ahora llevaban. Lo único bueno en todo ese sistema anarquista, era que la educación era primordial, y al menos de esa forma, las más grandes entendían que podrían tener un futuro, pues las asignaturas básicas eran impartidas con rigor.
Bella, como la llamaban sus compañeras, llegó a ese horrible lugar, luego de que unos oficiales de policía la encontraran atraídos por el llanto, envuelta en unas mantas junto a unas bodegas abandonadas; solo tenía un mes de nacida, y todos consideraron que fue un milagro, pues nadie consideraba una posibilidad real que se salvara la pequeña Isabella, como la habían nombrado las enfermeras. Pero al no ser competencia de la policía hacerse cargo de la niña, luego de que le dieron de alta en el hospital, fue llevada al orfanato en el que ahora se encontraba, y nunca más había vuelto a pisar la calle, la que solo podía observar desde las ventanas del segundo piso del edificio, donde se encontraba en esos momentos.
Suspiró y continuó observando cómo las personas caminaban alegres, preparándose para la tan amada Nochebuena. Llevaban bolsas, con bonitos colores y dibujos en ellos; paquetes con grandes lazos, que aferraban las tapas a la base; y juguetes de todas clases, que aún no habían sido envueltos.
—¡Esa muñeca es mía! —gritó una niña de cinco años a su lado.
—¡Y esa otra mía! —respondió otra un poco más alejada de ella.
Esa era la única forma que tenían de poder tener un regalo para esa noche, imaginar que los juguetes que eran para otros niños, eran de ellas. Era la costumbre de todos los veinticuatro de diciembre, antes de que…
—¡Suficiente de tanta holgazanería! —La voz de una mujer retumbó desde sus espaldas—. Dejen de estar soñando de una buena vez, y vengan a terminar sus quehaceres. Recuerden que esto no es un hotel.
—¿Qué es un hotel? —preguntó en un susurro a Bella una de las niñas más pequeñas.
—Creo que es un lugar donde las personas pasan la noche si están de viaje —respondió de la misma forma—. Según oí a una de las prefectas, ahí atienden muy bien a los que se quedan, les dan todas las comidas, y tienen lugares bonitos para jugar.
—Quisiera estar en un hotel en estos momentos —contestó otra chica un poco más grande que se había acercado a ellas.
Se dirigieron rápidamente a la primera planta, en donde las niñas mayores de seis años, como Bella, debían ayudar con la limpieza de las diferentes áreas, cuando no se encontraban en clases, pero debido a que en ese momento estaban en receso por las festividades, las pequeñas eran liberadas de las tediosas lecciones. Las menores, ayudaban a tender las camas y a transportar las ropas sucias al cuarto de lavado, donde las de once y doce años, se encargaban de esa empresa. Las pocas bebés que habían, eran las que mejor la pasaban, pues las encargadas de ellas, se caracterizaban por su forma de ser cariñosa y afectiva, pero lastimosamente, rara vez se ocupaban de las que ya podían defenderse por sí solas.
La niña se encontraba trapeando el vestíbulo junto con otras cinco compañeras, cuando el timbre de la reja exterior retumbó por todos los rincones del edificio. Todos se miraron extrañados, pues casi nunca recibían visitas y las veces que lo hacían, eran anticipadamente avisados por el Servicio de Protección Infantil, y eso era una vez al año, cuando todo era preparado con el fin de aparentar la institución de caridad perfecta, que se suponía que fuera. Después de todo, los dueños no deseaban perderla, pues era una forma efectiva y legal de evadir impuestos.
El timbre resonó de nuevo y las maestras se apresuraron a asomarse por las ventanas y así, observar quién podía ser. En cuestión de segundos se armó un revuelo, ya que una de ellas reconoció a la pareja.
—Son los Cullen —anunció la profesora de matemáticas.
—Pero ellos quedaron de venir la primera semana de enero —explicó la de inglés.
—Yo los recibiré —dijo la directora acercándose a la puerta que daba a la calle—. Retiren a las niñas y que se cambien rápidamente de ropa. Hoy es Navidad y deben verse alegres.
Sus órdenes fueron obedecidas inmediatamente.
—Señor Cullen, señora, qué placer tenerlos por aquí en este día tan especial —dijo la mujer de cuarenta años, con una gran sonrisa en el rostro, mientras abría la reja para darles paso.
—Señora Cope, disculpe las molestias —comentó el hombre—. Pero mi esposa no puede aguardar hasta enero, y quiere que la niña que se convierta en su hija, pase esta noche con nosotros.
—Después de todo, los documentos ya están listos —agregó la mujer—, solo queda saber el nombre de la niña para terminar el proceso, y estos pueden culminarse luego de llevárnosla, ¿no es así?
—Claro que sí, señora Cullen, síganme, por favor. Estamos preparando todo para esta noche y las niñas nos colaboran con algunos quehaceres, usted sabe, para inculcarles responsabilidad y orden.
Bella estaba terminando de colocarse el vestido para visitas, como le llamaban irónicamente las mayores, cuando una de las maestras entró al salón dormitorio que compartía con otras veintidós niñas.
—Dense prisa, que no podemos hacer esperar a la pareja —dijo con voz grave y autoritaria—. Y pongan su mejor sonrisa, puede que alguna de ustedes se vaya hoy de aquí.
Todas se apresuraron a obedecer y una vez listas, bajaron en fila, precedidas por la coordinadora de ese grupo, a reunirse con todas las demás. Las pocas veces que se había presentado una adopción, las colocaban a todas en un enorme salón en el que había juguetes de todas clases, e instrumentos musicales para el uso exclusivo de las más grandes. Las niñas no entendían por qué no podían jugar siempre con esos hermosos juguetes. Pero lo que ellas no sabían, era que la directora había dado esa orden con el propósito de que no los dañaran, y solo mostrarlos en ocasiones como esa, y así poder tomar el poco dinero destinado a este fin, a engordar sus cuentas personales y disfrutándolo en sus caprichos banales. Solo les permitían tener los juguetes que ya no servían o estaban muy viejos para mostrarlos. Eso era más que todo una pantomima, porque siempre eran a las bebés a las que se llevaban; nadie quería a una niña ya crecida, y ellas lo sabían, tal y como sucedía con los cachorros.
Todavía no habían llevado a la pareja a esa zona, y ellas estaban aprovechando al máximo su tiempo con los juguetes. De pronto, unos gritos provenientes del vestíbulo, llamaron la atención de todas, incluso de las dos maestras que las vigilaban, y sin poder evitarlo, se lanzaron en estampida hacia el lugar de donde provenía el bullicio, y lo que vieron, sorprendió a Bella.
Un niño de unos ocho años de edad, cabello rubio totalmente desordenado, y la cara cubierta de sucio, se encontraba tirado en el suelo, repartiendo patadas y puños a los hombres que intentaban someterlo, mientras que las profesoras pedían a gritos que se llevaran a ese asqueroso y horrible mocoso de ahí.
Por fin lograron levantar al muchacho, sin embargo, este no dejaba de forcejear y de lanzar gritos que se mezclaban con insultos.
—¡Por favor, no le hagan daño! —gritaba una mujer desconocida para Bella, pero que era muy hermosa y tenía el cabello de un bonito y brillante color caramelo.
—¡Llévenselo, llévenselo! Es un salvaje —vociferaba al mismo tiempo la directora.
Pero un agudo grito silenció a todos, incluso al salvaje niño. Todos miraron hacia donde se había producido ese sonido tan suplicante y autoritario a la vez, y encontraron a la niña de piel blanca y cabellos castaños, respirando agitadamente, con los puños cerrados fuertemente y al igual que los ojos, de los que un par de lágrimas destellaron llamando la atención de todos, en especial del niño. Cuando los abrió observó que la miraban asombrados, y al imaginarse el castigo que se le avecinaba, soltó a llorar desconsoladamente.
—¡Isabella! Ya verás niña insolente lo que…
—¡No! —El grito del niño paralizó a la maestra que ya se acercaba amenazante a la pequeña—. No se atreva a ponerle un dedo encima, o le juro que la agarro a mordiscos.
El chico había conseguido zafarse de los hombres que lo retenían, y corrió para abrazar a la niña, que se aferró a su vieja y sucia camisa, enterrando el rostro en su pecho. Él los miraba a todos de forma amenazante, su respiración era agitada, y en sus ojos se reflejaba la clara advertencia de no acercarse, si la persona deseaba conservar intacta su piel.
—Querido, tranquilo —habló la mujer de cabello color caramelo, con voz suave y tierna—. Nadie va a hacerle daño a esa niña.
—Mentira —respondió el muchacho en voz baja—, todos quieren hacernos daño, todos nos creen porquería del mundo y nos meten en lugares como este, con personas malvadas como ellos —dijo señalando a las profesoras—. Ya he estado antes en un orfanato, y prefiero morirme con la tripa vacía en la calle, que hacerlo junto con los regaños y golpes de esta gente.
—¡Pero qué muchacho más mentiroso e insolente! —exclamó la directora claramente indignada—. Llévenselo de aquí enseguida, no aceptamos varones y mucho menos a uno tan despreciable como este.
—No tiene por qué tratar al niño de esa forma —dijo el señor Cullen, con voz reprochable y firme—. Él solo habla por su propia experiencia, que claramente no difiere mucho de la realidad.
La directora frunció el ceño y guardó silencio inmediatamente, no le convenía que la tacharan de injusta y severa con los niños.
—Nadie te va a llevar a un lugar al que no quieras ir —prometió la señora Cullen al muchacho, que todavía tenía fuertemente abrazada a la pequeña, cuyo llanto se había convertido en leves sollozos—. Si me dices tu nombre, mi esposo y yo te llevaremos a comer un delicioso y gigante helado, ¿te parece?
—¿Por qué confiaría en usted? Si no la conozco —preguntó el niño con recelo.
—Porque yo no te mentiría nunca, pero si no quieres ir, yo podría llevarme a esta bonita niña que tienes abraz…
—¡No! —La interrumpió, al tiempo que Bella se aferraba más a él—. No voy a dejar que se la lleve, para donde ella vaya yo voy.
—No se afane más, señora, no vale la pena… —La profesora que había hablado, cerró la boca al ver la advertencia silenciosa que le lanzaba su interlocutora.
—Anda, vamos los cuatro —propuso la mujer regresando la mirada al chico—. Ya verás que te gustará. ¿Quieres?
—¿Tú quieres? —preguntó suavemente el niño a Bella, quien levantó la mirada hacia él y asintió con la cabeza. Él volvió a mirar a la señora—. Me llamo Edward.
—Bueno, Edward… Isabella, vámonos de una vez —dijo el señor Cullen con una sonrisa amistosa—. Y, señora Cope, la niña será nuestra hija, y señores —continuó girándose hacia los oficiales de policía que habían llevado a Edward—. Nosotros nos encargaremos del muchacho, y pediremos su custodia. Los dos se irán con nosotros a casa.
Una hora después, Bella y Edward, futuros niños legalmente Cullen, saboreaban el primer helado que habían comido en toda su vida, y a sus ojos era tan grande, que se atrevieron a asegurar mentalmente, no podía existir en todo el mundo, uno más grande que ese.
Edward, de ocho años y sin apellido, pues su madre había muerto al tener él cinco años, y nunca le enseñó cuál era el nombre de la familia, ni a él, ni a nadie de los que andaban con ellos en la calle. Esas personas aceptaron hacerse cargo del niño, pero nunca lo hicieron como era debido, y solo dejaban que él hiciera lo que pudiera, o lo único que sabía hacer: sobrevivir. No podía apartar los ojos de la pequeña niña sentada a su lado y totalmente ajena al escrutinio del que era objeto, por estar disfrutando de un enorme helado de fresa con pedacitos de fruta y leche condensada goteando por las orillas. Edward en su corta vida, nunca había visto a una niña tan hermosa como Bella, para él era un pequeño angelito escapado del cielo, de esos que le contaba su madre que estaban para cuidarlo siempre; sin embargo, no podía creer que ella pudiera cuidar de él, al contrario, estaba seguro que su deber, como niño mayor que ella, era protegerla de cualquier cosa o persona que pudiera hacerle daño, y lo haría, no le importaba cómo.
—¿Te gusta tu helado, Bella? —preguntó Esme con voz dulce.
Carlisle y Esme Cullen, eran una pareja que llevaba varios años luchando por tener hijos. La mujer era amante de los niños, y deseaba tener los propios, pero luego de incontables intentos en los que cada decepción era peor que la anterior, tomaron la decisión de adoptar. La idea que tenían en mente, era tomar a una niña recién nacida, o de pocos meses, para poder disfrutar de todo el proceso que el ser padres implica, pero al ver a esa pequeña niña llorando de manera tan desconsolada y a ese pobre chico protegiéndola de las maestras, a pesar de que quien más peligro corría era él, sin contar con que era la primera vez que se veían. Esme no pudo resistir el deseo de impedir que fueran separados, esos dos pequeños debían estar juntos, ella se encargaría de eso, y como su esposo nunca le negaba nada, entendió su necesidad, y accedió sin miramientos. Y ahí estaban ahora, en la cocina de su casa, viendo a sus nuevos hijos, devorando el helado que Carlisle había comprado en el camino de regreso.
—Mucho, señora —contestó Bella asintiendo enérgicamente con la cabeza.
—No me digas señora, llámame Esme, ese es mi nombre, y el de él es Carlisle. Lo mismo para ti, Edward —indicó amablemente. No deseaba imponerles el apelativo de mamá a unos niños tan grandes—. Ahora somos sus padres, y pueden reconocernos de esa manera.
—Así es —concordó Carlisle—, nos pueden llamar como lo deseen. Ya no tienen que preocuparse por nada, nosotros nos encargaremos de cuidarlos, protegerlos…
—Y consentirlos —completó Esme.
Los dos se miraron y sonrieron; la mujer de felicidad al ver su sueño hecho realidad, y el hombre por ver al amor de su vida tan contenta.
—Yo tuve una mamá, pero murió hace tiempo —dijo Edward apartando por fin la mirada de Bella—. Ella era muy buena, y por eso ahora está con Dios.
—Eso es cierto, ella te cuida y lo hará siempre desde el cielo —dijo Esme—. Nunca te desamparará, ni nosotros tampoco.
—Yo nunca tuve una —comentó Bella—. No sé cómo son con sus hijos.
—Eso lo aprenderás con nosotros —anunció Carlisle—. Tu madre y yo, que ahora soy tu padre, queremos hacerte, hacerlos muy felices.
—Pero, seguramente habrás tenido en el orfanato alguna maestra que sintieras más cerca, casi como a una madre, ¿no es así? —preguntó esperanzada Esme aunque con el ceño fruncido, recordando la forma en la que las maestras se habían comportado con la niña, cuando estaba llorando.
Bella guardó silencio, temía que si contaba la verdad sobre el trato que recibían en ese lugar, no le creerían y la castigarían por mentirosa.
—Contesta, Isabella —pidió Carlisle—. Sin importar lo que tengas que contarnos, puedes estar segura que no te regañaremos, y creeremos cada palabra que nos digas.
La niña se quedó mirando el tazón del helado fijamente por unos segundos, y luego, levantó los ojos hacia Edward y con la mirada le preguntó si estaba bien hacerlo. Este entendiendo la petición de Bella, asintió. Ellos dos se entendían, pues pese a que no se conocían, algo los unía, quizás el hecho de que sus cortas vidas no habían sido fáciles, y solo ellos sabían lo que eran las dificultades de la pobreza.
—Hace dos días murió una niña de cuatro años por… desutrion severa.
Esme tembló y Carlisle le puso una mano en la espalda para consolarla. Los dos habían creído entender la palabra mal pronunciada, y temían que sus sospechas fueran ciertas.
—Repite la palabra, Bella —pidió el hombre rubio suavemente—. Más despacio para que te podamos entender.
—Es lo que pasa cuando uno no come bien.
—¿Desnutrición? ¿Desnutrición severa? —preguntó Carlisle. Esme no había podido volver a pronunciar palabra, pero sus ojos estaban empapados en lágrimas que luchaban por ser derramadas.
Bella asintió frenéticamente.
—Sí, esa fue la palabra que dijeron las mayores, y que aseguraban había dicho el médico que la vio.
Esme soltó un fuerte sollozo, y se tapó la boca con las manos. Para ella era inconcebible que un pequeño angelito muriera de una forma tan ruin, sabiendo ella perfectamente que el orfanato contaba con recursos suficientes para el sustento adecuado de sus internas.
Bella al ver a su nueva mamá en ese estado, se afanó por reparar el daño que había causado, al tiempo que empezaba a llorar también.
—No, no mamá, no llores. Las mayores nos dijeron que ella está mejor así, porque ya no siente hambre, ni frío, ni le duele nada, ella está con Dios tal como la mamá de Edward.
La explicación desesperada de la niña, que fue calmada por un abrazo de Edward; solo sirvió para empeorar el llanto de la mujer, que se encontraba aferrada a la camisa de su esposo, y con el rostro enterrado en su pecho, quien a su vez, no pudo evitar que algunas lágrimas escaparan de sus ojos. Sabía que su esposa no podría estar tranquila, mientras esas niñas pasaran penurias a manos de esas personas tan despiadadas. En sus manos estaba que eso cambiara.
Luego de un exhaustivo pero sutil interrogatorio a la niña, sobre los descuidos y desmanes de ese lugar y sus maestras. Lo único que pudieron agradecer los dos, fue que no las maltrataran con golpes, pero había actos mucho más degradantes como lo que ella ya les había mencionado. Edward estaba muy molesto, no le importaba que él hubiese pasado hambre y frío en las calles de Chicago, pero Bella no, ella no merecía un trato así, ella debía haber pasado sus primeros seis años con unos padres como los que ahora estaban frente a ellos, en esa gran y hermosa casa en la que se encontraban, rodeada de juguetes y vestidos bonitos, no como ese horrible uniforme gris que intentaba opacar su angelical rostro. Sentía impotencia, por el pasado que no podía cambiar, pero al mismo tiempo algo que nunca había sentido antes, esperanza, porque ella tendría un bonito futuro, y él estaría ahí para cuidarla.
Al poco rato, y a pesar de todo el helado que habían comido, el almuerzo completo que Esme les puso en frente, hizo que sus ojos se abrieran desmesuradamente y en sus labios se posara una enorme sonrisa. Nunca habían visto tanta comida junta, y solo para ellos, aunque la dicha no duró mucho, pues sus estómagos no estaban acostumbrados a ser llenados hasta ese extremo, que para cualquier persona, sería una comida normal, y terminaron arrodillados frente al retrete, devolviendo todo lo ingerido, al tiempo que Esme y Carlisle les frotaban la espalda.
Luego del desagradable episodio, y de un remedio para calmar el malestar, se bañaron y vistieron con la misma ropa, para salir a comprar el que sería su nuevo guardarropa y los juguetes que no esperarían a que Santa Claus entregara, pues querían que fueran usados enseguida. Esos niños habían esperado toda su vida para tener juguetes bonitos, y ellos no los harían esperar más tiempo.
Carlisle y Esme Cullen no eran millonarios, pero el salario de él como director del hospital de la ciudad, le permitía llevar una vida bastante cómoda, para que su mujer, y sus ahora hijos, tengan todo lo que desean, sin privarse de algún gusto.
Al principio los niños se limitaban a mirar asombrados las vitrinas de los almacenes del centro comercial. No se atrevían a pedir nada, aunque sus padres les habían pedido que anunciaran si algo les gustaba. Edward llevaba a Bella de la mano, y para donde ella iba, él la seguía, y no le permitía alejarse de los adultos, como niño de la calle, sabía que mientras permanecieran juntos, estarían seguros, sobre todo si eran personas tan buenas como ellos.
Carlisle comprendió que los niños no iban a pedir nada, pues no estaban acostumbrados a hacerlo, así que tendrían que ser ellos quienes tradujeran sus miradas.
—Entremos aquí primero —ordenó el hombre con voz amable al pasar junto a una tienda que tenía una gran variedad de muñecas, carros, aviones, artículos de belleza en miniatura, y todo lo que a un niño o niña pudiera arrancarle una sonrisa.
Esme entendió el accionar de su esposo, pero también comprendió que para los niños sería difícil decidir qué les gustaba y qué no. Además de que se notaban emocionados con el objeto más insignificante, así que serían ellos quienes tomarían las riendas de las compras.
Algunas horas después, a las 12:30 de la noche, los niños tenían los ojos rojos, pero no era debido al llanto, sino al sueño que los agobiaba, más a Bella que a Edward, que estaba acostumbrado a dormir poco. Sus habitaciones estaban listas, de forma improvisada por la falta de tiempo, pero aptas para dormir, y ya habían cenado en menor cantidad mientras sus estómagos se acostumbraban a la nueva alimentación, se habían deseado Feliz Navidad, y todo lo concerniente a las festividades. Pero el último deseo que tenían esa noche era dormir. Aún no podían creer que sus vidas cambiaran de forma tan repentina, y que en ese momento se encontraran rodeados de tantos juguetes, que sus manos pasaban de uno a otro, sin saber con cuál jugar primero; sin embargo, el cuerpo era más poderoso que sus mentes infantiles, y para cuando había pasado media hora, los dos estaban profundamente dormidos, siendo llevados a sus dormitorios por Carlisle, mientras Esme los besaba y bendecía sin que ellos lo notaran. Lo que los adultos nunca supieron, es que antes de cerrar sus ojos, los niños agradecieron a Dios, por el milagro que había obrado en ellos esa primera Navidad.
—No te preocupes, Esme, solo será un par de horas, yo cuidaré de Isabella —dijo Edward en la sala de la casa, al tiempo que abrazaba a la niña de nueve años para corroborar sus palabras.
—No lo sé, mi amor, tú solo tienes once años…
—Pero recuerda que me encontraste de ocho años siendo sacado de las calles, sin nadie que cuidara de mí.
—¡Ya lo sé! No me recuerdes eso, por favor —pidió Esme batiendo las manos alrededor de su cabeza, como si deseara apartar esos pensamientos.
—Lo siento, Esme, pero te prometo que no pasará nada; tienes tu celular, llamaremos si algo ocurre —prometió Edward.
—Vamos, cariño —dijo Carlisle—. Edward tiene razón, no pasará nada. Vamos, entregamos todo, y regresamos, nada más.
—Está bien —aceptó la mujer a regañadientes, se acercó a sus hijos, los abrazó y besó—. Se portan bien, si necesitan algo nos llaman y regresamos enseguida.
—Sí, mamá, tranquila —dijo Bella con una sonrisa en el rostro.
—Los amo, no lo olviden nunca, ustedes son mi vida entera —dijo ella desde el umbral de la puerta antes de despedirse—. Los amo.
—Y nosotros a ti —contestó Edward por los dos. Ellos no los acompañarían porque Bella estaba resfriada y no estaba bien que recibiera el frío de la tarde.
La pareja se dirigía a llevar unas donaciones para el orfanato en el que se había criado Bella. Pero ya no era ese horrible lugar que la niña conoció. Gracias a la intervención de Carlisle, un juez ordenó que se realizara la expropiación por malos manejos, desfalcos y abusos contra menores, mismos que fueron comprobados por médicos del hospital y él mismo al examinar a las niñas y diagnosticarles desnutrición y otros tipos de enfermedades producto del descuido y la negligencia de las maestras y los dueños del lugar. Fue una lucha ardua, que duró aproximadamente seis meses, por la influencia que ejercían los hijos del antiguo dueño, quienes no deseaban dar su brazo a torcer; pero la justicia tuvo finalmente que ceder ante las pruebas que se presentaron, y los testimonios tanto de las niñas que aún continuaban ahí, como de las que habían logrado librarse al cumplir la edad máxima permitida.
Ahora pertenecía al estado, y aunque pareciera increíble, funcionaba mucho mejor que antes, pues el personal, totalmente nuevo, era supervisado constantemente; similar suerte corrieron las niñas, quienes mejoraron su estado de salud y sobre todo su estado de ánimo.
En esos tres años que Edward y Bella habían pasado como hijos de los Cullen, conocieron la felicidad que nunca imaginaron posible. El primer año, recibieron clases particulares, con el objetivo de readecuar sus conocimientos y así estuvieran al nivel necesario para ingresar a una institución educativa. Edward, que apenas sabía leer y escribir con dificultad, resultó ser un estudiante consagrado, deseoso de aprender y de una gran inteligencia, al igual que Bella; lo que les permitió estar a la par de niños de su edad, sin necesidad de cursos especiales luego de que ingresaron al colegio.
Edward no había dejado de cuidar de Bella, estaba pendiente de ella en todo momento, de sus tareas, de sus juguetes, e incluso de sus amistades. Él no tenía problemas con las niñas, pero con los niños era otro asunto. Le molestaba ver cómo en el almuerzo algunos niños se acercaban a ella y la molestaban, unos halándole el cabello o regando su jugo, y otros robándole besos en la mejilla o regalándole flores del jardín; en los dos casos, los niños terminaban en la enfermería, y Edward en el salón de castigo, mientras Esme hablaba con el director.
—¡Entonces, que no la toquen! —gritaba cuando sus maestros lo reprendían—. Si mantienen sus sucias manos alejadas de ella, yo mantendré las mías alejadas de ellos.
Y al poco tiempo, cuando los niños entendieron, a golpes, que no debían ni siquiera mirar a la hermosa niña de ojos color chocolate, los problemas cesaron.
Cuando las vacaciones llegaban, Carlisle dejaba a un amigo encargado de la dirección del hospital, y viajaban a donde los niños decidieran. Conocieron, viajaron, disfrutaron y aprendieron todo cuanto el amor de sus padres les permitió, y ellos se consideraban los más afortunados del mundo. Pero su lugar favorito en el mundo, era un parque que quedaba a pocas cuadras de la casa de sus padres; un lugar lleno de juegos para niños, en donde ellos pasaban horas enteras corriendo uno tras otro, o leyendo, como a Edward le encantaba hacerle a Bella.
Le leía toda clase de historias. Su lugar favorito era un gran árbol cuyo gran tronco rodeado de arbustos, formaban una especie de cueva, y los dos niños, se sentaban allí con un libro de cuentos en la mano, vivían aventuras fantásticas e increíbles, sin moverse de su sitio. Si existía algún lugar, al que ellos más extrañarían sería ese pequeño refugio: La Cueva, donde los dos se volvían uno solo, gracias a las palabras escritas.
Pero el destino no les permitiría ser felices en plenitud por mucho tiempo.
—Edward, está sonando el celular, dice que es papá —anunció Bella entregándole el aparato al chico.
—De seguro es Esme que está desesperada, solo ha pasado media hora desde que salieron —comentó Edward, contestó el teléfono y habló—. Carlisle…
Buenas tardes —interrumpió la voz de un hombre—. ¿Es la casa del señor Cullen?
—Así es, habla Edward Cullen, su hijo, ¿quién habla? ¿Por qué tiene el celular de mi padre?
Bella se acercó a él con el ceño fruncido y le hizo señas para preguntar qué sucedía, pero Edward le indicó que hiciera silencio.
Muchacho, soy el Oficial Newton… ¿Hay algún adulto con ustedes?
A Edward se le hizo un nudo en la garganta, y el corazón se le paralizó por un momento, para enseguida empezar a latir frenéticamente. Él sabía por todo el tiempo que había estado en la calle, que los policías nunca eran portadores de buenas noticias, y el que uno tuviera el celular de su padre, y estuviera pidiendo hablar con un adulto, le hacía temer lo peor.
—Solo estamos mi hermana menor y yo —contestó con voz firme, pero ronca—. Dígame dónde están mis padres.
Lo siento, muchacho… Estamos a unas cuadras de tu casa, si tienes alguien a quién llamar hazlo, llegaremos en unos momentos. —El hombre cortó la llamada.
Edward miró a Bella y soltando el teléfono la abrazó.
—Edward, ¿qué sucede? ¿Dónde están papá y mamá?
Edward no le contestó, solo la abrazó más fuerte, y trató de contener las lágrimas que luchaban por salir de sus ojos. Sus padres, esas personas que lo habían juntado con Bella, su ángel, y que lo habían sacado de las calles para darle una vida llena de amor y cuidados; eran su vida junto con la niña que en ese momento abrazaba, pero algo le decía que ellos ya no estaban, y no lo estarían nunca más.
El timbre sonó, y Edward se apresuró a abrir la puerta, donde un par de oficiales de policía aparecieron.
—¿Tú eres Edward? —preguntó el Oficial Newton según rezaba en su chaqueta.
—Edward Cullen, y ella es mi hermana Isabella. ¿Dónde…?
—¿Tienen a alguien a quién llamar? ¿Algún familiar?
—¡Dígame de una vez dónde están mis padres! —gritó el muchacho, aferrando a la niña a su cuerpo.
—Edward… —sollozó la niña, que ya había entendido que algo estaba muy mal.
—Tus padres tuvieron un accidente automovilístico, un… un hombre ebrio los embistió al no frenar en una señal de ALTO y… están en el hospital. Deben acompañarnos, es necesario que vengan con nosotros —insistía el oficial. Edward temía lo peor, los vehículos policiales le remontaban amargos recuerdos, que no deseaba revivir.
Edward no pudo contener las lágrimas por más tiempo, sabía perfectamente que los oficiales mentían, sus padres no estaban en ningún hospital.
Bella comenzó a llorar desesperadamente, aferrándose con fuerza a la camisa de Edward. Esos hombres no decían toda la verdad, lo sabía.
Luego de varios minutos, se encontraban sentados en una sala de interrogatorios de la estación de policía, con una trabajadora social y una psicóloga, siendo confirmadas sus horribles sospechas: Sus padres estaban muertos, y ellos se encontraban totalmente solos de nuevo y en vísperas de Navidad.
El dolor y la desolación que inundó sus corazones, era mucho peor que las veces que el hambre y el frío atormentaban sus débiles cuerpos. Ellos antes no tenían nada, ni siquiera esperanzas que albergar para un futuro, pero esas personas que llamaban sus padres, llegaron y les dieron una vida, una y mil razones para creer que todo iría bien, que sus vidas jamás serían como antes, y lo más importante para los dos, que estarían juntos los cuatro, sobretodo ellos dos, siempre. Pero así como la magia había empezado, sin previo aviso y de un momento para otro, todo se había destruido. Edward sabía lo que se avecinaba; él solo era un niño de once años, y no podría hacerse cargo de Isabella como ella se merecía. Podía huir en esos momentos con ella, para evitar ser separados, pero eso implicaría que ella pasaría muchas dificultades de nuevo, más de las que tuvo que sufrir cuando estuvo en el orfanato, y eso no lo podía permitir; sin embargo, no sabía si podría soportar estar lejos de su ángel, como seguramente sucedería.
El amigo de sus padres, Billy Black, uno de los médicos del hospital, y quien seguramente se haría cargo de este, fue avisado por la policía y llegó para hacer el reconocimiento de los cuerpos y ver qué sucedería con los hijos adoptivos de sus amigos. Pero las leyes eran claras, y los niños tendrían que ir a una casa hogar mientras se establecía qué sería de su futuro, y lastimosamente no había en toda la ciudad, un orfanato mixto, por lo que Edward y Bella, debían ser separados.
El sepelio de la pareja Cullen, fue al día siguiente, en la tarde, en una ceremonia en la que la escena más lamentable era ver a esos pequeños aferrados a los féretros de sus padres, llorando desconsoladamente. La única noticia reconfortante, era que el hombre que había ocasionado el fatídico accidente, había sido declarado culpable por la muerte de Carlisle y Esmerald Cullen, y solo esperaba sentencia, que como todos sabían, no sería nada leve. Los chicos habían pasado la noche con Billy, pero no volvería a ser así.
Al terminar la ceremonia, y ser bajados los ataúdes a su último lugar de descanso, llegaron las personas del Servicio Social, y cumpliendo con su trabajo, tomaron a cada niño y sin siquiera permitirles una despedida o tan siquiera una maleta con algunos de sus objetos personales o juguetes; nada a qué aferrarse durante aquel tiempo. De esa cruel manera, los separaron para subirlos a unos autos y así llevarlos temporalmente a los orfanatos, hasta que se encontrara algún familiar de los Cullen que se hiciera cargo de ellos, pero si no lograban hacerlo, serían puestos otra vez en adopción.
—¡No! ¡Edward, no! ¡No dejes que me lleven! —gritaba Bella desesperadamente mientras forcejeaba con los hombres que la llevaban cargada para subirla al auto—. ¡Edward!
—¡No la toquen! ¡Déjenla en paz! ¡No se la lleven! ¡Isabella, Isabella!
La escena era desgarradora, las mujeres lloraban al ver la angustia de los dos niños al ser separados. Todos sabían sus historias, y el cómo habían llegado a formar parte de la familia Cullen, y verlos en ese momento, siendo arrastrados a lugares diferentes, y en el que nadie sabría qué les deparaba el destino. Posiblemente nunca se volverían a ver.
—¡Isabella, no me olvides! —gritó Edward antes de que la puerta del auto fuera cerrada—. ¡Te buscaré! No importa cuánto tiempo pase, ¡¿me escuchas, Isabella?!
—¡Jamás te olvidaré, Edward! —confirmó Bella entre sollozos—. ¡No! ¡No! ¡Edward, búscame!
Esa fue la última vez que se vieron.

No hay comentarios:

Publicar un comentario