Los personajes
pertenecen a The Twilight Saga. La historia es creación de Maullidos Navideños.
El presente
capítulo contiene temas fuertes y susceptibles.
Capítulo
2
(por
Marta Salazar)
Los milagros son cosas increíbles
que suceden en momentos de oscuridad y desesperación.
La brisa soplaba con fuerza
contra su rostro, pero no le importaba el castigo. Él seguía contemplando el
vasto horizonte. Girase hacia donde girase el cuerpo, la vista desde cubierta
del crucero le resultaba hipnótica y envolvente, sencillamente espectacular.
Llevaba dos días de travesía y
desde el primer momento ese fue su lugar favorito. El viaje fue un obsequio de
Elizabeth, su tía, quien ha tratado de mimarlo y protegerlo desde el día
que lo conoció. Aquella vez fue para ambos como un milagro navideño.
Ella que quería un hijo y él un
hogar; y pese a todos los esfuerzos de la mujer por borrar el dolor de los
recuerdos, él se sentía incompleto sin Isabella.
Ahora recorría las aguas del
Mediterráneo tratando de apaciguar su alma y liberar el pasado, los amargos
recuerdos. Pretendía descubrir la manera de aprender cómo es vivir con el
futuro ante él. No era tarea fácil, pero ese era su propósito en estas fechas.
Navidad.
Su Navidad siempre fue tan
diferente, oscura y fría; con fantasmas que arrebatan la luz más brillante…
—¿Cariño? —Sintió la suavidad de
una mano pequeña y frágil sobre su antebrazo llamando su atención, trayéndolo
de regreso de su infierno de oscuridad y sufrimiento, que lo arrastraba
constantemente con todas sus fuerzas a lo más profundo de aquellos abismos—.
Edward, hace un poco de frío acá afuera, entremos en el refugio del barco…
Necesitas comer algo, no quiero que tu salud se vea mermada nuevamente, si yo
lo puedo evitar. —La voz era suave y cautivante. Ella intentaba por todos sus
medios llevar un poco de cordura y razón, pero no le era tarea sencilla, no con
Edward decidido a dejarse morir y sin deseos de luchar.
Del fuerte cuerpo masculino se
escuchó cómo se escapaba un suspiro de fastidio y reproche al verse tan incapaz
de sobrellevar todo aquello. Agonizante, ese era el término para describir su
estilo de vida, pese a las atenciones de la mujer.
—Bien, vamos. —Y sin más, siguió
a la menuda figura a la seguridad y calidez del interior.
Dentro, los interminables
festejos de los otros pasajeros y el movimiento de la tripulación por brindar
cuanta comodidad requirieran las decenas de acaudalados que dieran cita en
aquella exclusiva trayectoria, festejaban tal como si estuviesen ante un año
que llegase a su fin, y así era. Solo estas gentes eran tan inconscientes para
desligarse de todo y abrir un paréntesis en, según su entendimiento, sus
aburridas vidas, para con motivo de Navidad derrochar en semejantes festines y
celebraciones, cuando allá afuera cientos de miles de niños y niñas, desde
infantes hasta adolescentes sufren el abandono de sus familias y de la misma
sociedad. Cientos de pequeñines, como lo fue él mismo en una época, pasando
hambre y frío, y sedientos de un abrazo y anhelantes del refugio de un hogar.
Edward se preguntaba
constantemente si cualquiera de estos perifollados
sería tan fuerte y valiente de continuar con al menos una de esas sonrisas, de
encontrarse ante la situación en la que él o Isabella se vieron inmersos siendo
tan solo unos niños. ¿Isabella? ¿Qué sería de ella?
Hacía casi una década que no la
tenía junto a él, una década en la que un océano de situaciones y
justificaciones los mantenía en extremos opuestos del mundo. Aunque
periódicamente se habían escrito e-mails y sus encuentros a través de Skype,
aún permanecían nítidos en él, como si el tanto tiempo sin saber de ella
yaciera en el limbo. Isabella no lo sabía, pero aquellos destellos de vida
recargaban sus fuerzas en sus mayores momentos de oscuridad. Ella era su ángel
de la guarda, su refugio en la adversidad, su cordura, su musa, su norte… El
solo hecho de poder contemplar sus ojos, aunque tan solo fuera desde una web
cam, le era motivo más que suficiente para sobrellevar la distancia, la
separación.
No hubo día o noche que Edward
dejara de recordar el día que sus miradas se encontraran por primera vez, los
maravillosos meses que continuaron a esa Navidad o la terrible tragedia que los
separó, el dolor ante la ausencia o los años sin ella.
Con su sola presencia… dominó a
la bestia que habita en mi interior, solía decirle a su tía
Elizabeth. Recuerdo cómo mi vida era ira y desprecio hasta ese día. El día
en el que en aquel horrible lugar, mientras luchaba por ser libre de la
sujeción de los crueles brazos de un par de policías sin corazón, que tras el
resguardo de un uniforme se aprovechaban del dolor y la desventaja de la
desdicha de un niño haciendo frente a la Navidad. Tía, ella me completa, ella
es mi razón de vida.
El vaivén de las conversaciones
superfluas a su alrededor acunaban e inflamaban la tristeza y agonía de su
alma. Caminaban por los largos pasillos en busca de sus camarotes. Edward
necesitaba tomar una ducha que le ayudara a relajar, aunque fuese tan solo un
poco, la tensión que atormentaba su cuerpo tanto como a su espíritu. Reconocía
cuánta verdad cargaban las palabras de Elizabeth, su tía, la madre que
lo acogiera con amor entre sus brazos desde el primer momento, y quien
procuraba, nunca dar oportunidad a todo aquel tsunami devastar su presente;
ella se interponía con todas sus fuerzas imponiendo su infinito amor de madre
por protegerlo a él, de todo y todos, tanto como su humanidad se lo permitiera,
algo que solo una genuina madre era capaz de hacer.
Nadie, solo Isabella le amaba más
en este mundo. Aunque para ser honestos, no entendía por qué su actual
silencio, o qué la mantenía lejos de él, seguía pensando mientras el
agua caliente de la ducha le reconfortaba los músculos.
—¿Listo para cenar, hijo?
—Elizabeth con su ternura e infinita paciencia lograba neutralizar
temporalmente su tan constante estado de abstracción de manera casi
sobrenatural y lo devolvía al mundo real.
Edward salió del baño en su esmoquin negro, viendo a una
hermosa y elegante mujer quien lo miraba con ternura. A lo que él le dedicó una
sonrisa y señaló:
—Te ves hermosa, tía Elizabeth.
—Se acercó a ella ofreciéndole el brazo como todo buen caballero inglés y se
encaminaron hacia el salón comedor, el salón principal.
—Edward, cariño, ¿sabías que tus
primas Martina, Camila y Diana están a bordo, verdad? Ellas serán presentadas
en sociedad esta noche, como ha sido tradición —decía apretando con delicadeza
el brazo del joven garantizando contar con su atención—. Tanto para las
trillizas como para mí sería un gran honor que nos deleitaras con alguna de tus
composiciones, si tan solo nos brindaras una interpretación, yo me sentiría más
que servida, hijo. —La mujer entonaba cada palabra con suavidad y gran tacto—.
Sé que has estado trabajando en el escrito de varias melodías que podrías
compartirnos esta noche y deslumbrarías a cuantos nos demos reunión en el gran
salón…
—Tía, por favor. Bien sabes que
si estudié piano fue por lo cercano que me sentía con Isabella, que cada una de
las notas que he plasmado en el pentagrama han sido por su inspiración y para
que algún día ella sea la primera en escucharlas, jamás podría dedicar a
alguien más una sola de esas notas —argumentaba él con semblante sombrío,
aunque procurase una media sonrisa.
—Lo sé, hijo, pero si me has
permitido escucharte, quizás te permitas una excepción, ¿no te parece? —Era la
voz del agradecimiento profundo y la súplica interna. Todo en busca de su
apertura al mundo y a la oportunidad de ser feliz, de la realización
profesional y el reconocimiento de sus dones y talentos.
—Te considero mucho más que a una
tía, eres como una madre para mí. Dudo que en este mundo exista otra mujer que
haya amado tanto a un hijo como tú lo has hecho conmigo, sin tan siquiera ser
de la misma sangre, y te estaré eternamente agradecido; pero… —Dudó unos
momentos, y mientras tanto el silencio fue absorbido por las dulces palabras
que anhelaban su aceptación.
—Solo te pido que lo pienses, eso
es todo, hijo —concluyó frotando de manera tranquilizante el largo y fuerte
brazo que la sostenía.
Continuaron su camino en armónico
silencio, que paso a paso los acercaba a los suaves murmullos que provenían del
salón donde se realizaría la gran gala.
En las puertas del salón dos
mozos plantados a lado y lado de las imponentes puertas halaron de ellas, las
abrieron para darles paso. Diez años después, aún no se acostumbraba a tanta
opulencia. Todo a su alrededor le resultaba asfixiante, las brillantes luces de
las lámparas que se elevaban a lo largo de la gigantesca habitación, las mesas
finamente decoradas y estratégicamente dispuestas; los vibrantes colores de la
decoración y el mar de personas pululaba de aquí para allá, moviéndose con la
suave música y el cotilleo de las personas que en corrillos se actualizaban y
comentaban los por menores de los últimos tiempos; y de pronto tres hermosas,
enérgicas y dulces jovencitas (Martina, Camila y Diana) con sus lujosos trajes
diseñados especialmente para la ocasión, los abordaron haciendo que la pareja
sonriera abiertamente ante semejante asalto.
—Prima Elizabeth, primo Edward,
empezábamos a dudar que nos acompañarían esta noche. —El estallido de su
regocijo les calentó el corazón y les convenció a ambos de que hacían lo
correcto en estar presentes, pese a la indisposición inicial del joven.
—Jamás nos permitiríamos
privarnos de una celebración de tanta felicidad para la familia, ¿no es así,
Edward? —manifestó con orgullo infantil Elizabeth a su sobrino.
—Sí, así es. Es un gusto verlas,
primas. Gracias por permitirme acompañarlas en un día tan especial para ustedes
—expresó en suave voz, sabiéndose que era un Cullen solo de nombre.
—No digas más nada, Edward. Tú
eres uno de los nuestros, Cullen o no Cullen —cortó la mayor de ellas,
conociéndolo bien, mientras las demás asentían firmemente reafirmando la certera
observación de su hermana.
Sabiamente las jovenzuelas
revolotearon con sonoros cuestionamientos, cambiando rápidamente de tema, a uno
que cada una de ellas atesoraba y ante el cual suspiraban entre sueños, el del
romance. Todas deseaban sus príncipes y se imaginaban ser las princesas. No se
vedaban en sitio y ocasión para indagar.
—Pero cuéntanos, ¿cómo va tu
libro, primo?
—Estamos esperando con tantas
ansias que pronto lo publiques, ya deseamos leerlo.
—Queremos ser las primeras en
comprarlo, así que desde ya tienes tres ejemplares vendidos: Nosotras —coreaban
a viva voz señalándose cada una a sí misma con gran pasión.
Edward las miró con complicidad y
elevando el mentón, llamó la atención de las chicas en pleno y se prepararon
para escuchar con atención las noticias.
—Casi lo he terminado, estoy
realizando algunos ajustes… Pero deben saber que antes de ser publicado o pasar
el manuscrito a alguien más, siempre ha sido mi deseo que Isabella lo lea y
disponga si está de acuerdo con ello. —Las muchachas continuaban atentas
palabra a palabra entre largos suspiros, y él guardó silencio buscando a su
Isabella a través de la distancia, como si con el simple hecho fuese posible la
conexión de sus almas y agregó—: Aún no pierdo la esperanza de que regrese a
mis brazos.
En un instante los sonidos
adyacentes invadieron su espacio y el silencio que se había instalado entre
ellos, arriesgaba con engullir al joven. Las trillizas no dejaban de cruzarse
suplicantes miradas entretejiendo algún plan. Repentinamente sus ojillos
traviesos centellearon y sus voces dominaron al grupo.
—Pero primo, ¿por qué no vas tú y
regresas tú a sus brazos? —La pregunta in fraganti retumbó en todo su
ser desquebrajando sus barreras y los cimientos que le permitieron algo de
cordura en todos estos años.
Edward Cullen de veintiún años,
era sin lugar a dudas un músico prodigio. Un hombre talentoso quien ha sido
amado, admirado y respetado por cada ser humano que ha tocado con su gran
carisma, luego de conocer a Isabella. Durante los últimos diez años, Edward
permaneció lejos de los Estados Unidos, lejos de Chicago y contra todos sus
deseos, lejos de Isabella Cullen. Se ha dedicado en cuerpo y alma a sus
estudios y al piano. Amante de los libros, siempre soñó con publicar algún día
su propia obra, es por ello que una vez dado el primer paso en tierras
británicas dio inicio al manuscrito que algún día se convertiría en la
culminación de uno de sus mayores sueños.
Isabella Cullen de diecinueve,
jamás conoció a quien le dio a luz. Vivió en un orfanato hasta los seis y fue
víctima de los nefastos atropellos de adultos con plena conciencia del bien y
del mal, así como de muchas niñas quienes desquitaban en ella la crueldad que
conocieron. Para su sexta Navidad, la vida le sonrió. Un adorable pequeño llegó
hasta la boca del león para rescatarla, el pequeño salvaje como
alguien alguna vez le llamó, se asomó a su vida para iluminar todo cuanto
conocía, robarle el corazón y ligando su alma, mente y cuerpo al de él. Porque
ella ya no era más dueña de sí, nunca más. Y luego poco después de cumplir los quince,
hace cuatro años en Navidad, todo se tiñó de gris, otra vez.
¡Que poco puede durar la
felicidad!
La habitación estaba en penumbras
cuando se logró despertar. Se sentó de golpe tirando las sábanas en un afán de
liberarse; abriendo los ojos abruptamente escaneó su entorno, la casa estaba
sumergida en un completo silencio que solo fue violentado por el frenesí de su
corazón y los enloquecidos jadeos que procuraban calmar la sensación de
asfixia.
Dios, solo fue un sueño, una
pesadilla; otra vez esa maldita pesadilla, ¿es que me perseguirá hasta que
muera?, cuestionaba
su cordura al tiempo que se secaba la frente con el dorso de la mano. Oh,
Edward, ¿dónde estás? Necesito de tu abrazo, tu voz, tu consuelo…
—Tranquila, Bella, tranquila,
respira. Quizás deberías contarle… Sacudí la cabeza, ahuyentando esas
ideas. Aunque, recuerda que él ahora está bien, es feliz, no necesita más
problemas, no necesita tus problemas.
—¡Calla! —gruñí furiosa,
cubriendo mis orejas como si con ello la vocecilla en mi mente se pudiera
silenciar—. ¡Calla! Déjame en paz. —Cerré fuertemente los ojos y las lágrimas
se derramaron con impiedad. Si tan solo pudiera, pero no debo.
Unos pequeños pasitos se
arrastraron desde la puerta, y momentos más tarde un pequeño peso se acomodó
junto a mí, sentí sus bracitos intentar rodearme.
—Mami, ¿qué tienes? ¿Te sientes
otra vez malita? —No me fue posible contenerme y lo abracé, no tenía derecho de
apartarlo de mí y hacerlo sufrir más y torturarlo con el destino que me asecha
todavía, ese que corroe el alma y las entrañas.
—No, cariño, es solo que tu mami
ha sido tan ciega y no se ha dado cuenta el tesoro que eres para ella, eso es
todo —susurraba dejando un reguero de besos por toda su carita—. Perdóname por
haberme desentendido de ti y dejarte a cargo de tus abuelos.
—Tranquila, mamita, la abue Renée y el abue Charlie me quieren mucho, ellos dejan que yo haga todo lo que
quiero y me dan todo lo que pido —decía ahogando las palabras contra mi cuerpo,
trabando su abrazo cada vez más fuerte—. Los abuelitos dicen que si te abrazo
mucho mucho, pronto te pondrás bien y me querrás tanto como ellos.
—Oh, bebé —sollozaba con más
fuerza contra su pequeña cabecita.
—Mami, sé que solo tengo tres
años, pero soy un hombre y soy lo suficientemente valiente para cuidar de ti, y
no dejaré que nadie te haga llorar nunca. Te quiero mami.
—Gracias, yo también te quiero,
mi niño.
No le salían las palabras para
aliviar el dolor que se albergaba en su interior, solo debía procurar darle a
esta criaturita la mejor vida que le fuera posible.
¿Pero qué sabía sobre ser madre?
¿Madre? Ni siquiera reconocía el término. Simplemente, no existían recuerdos
antes de los Cullen, en los que alguna mujer u hombre reclamaran el derecho a
ser poseedores del amor de padres; un amor como el que Renée y Charlie le
profesaban; y luego el terrible abuso…
Jamás olvidaría cuando despertó
aquel día, tarde en la noche, tirada sobre el césped del jardín de su casa.
Puede que no recordara cómo llegó hasta allí o por qué sus ropas estaban
destrozadas y ensangrentadas o quién le pudo haber hecho semejante cosa. Solo
recordaba estar saliendo de su casa para verse con su mejor amiga, que
vivía en la casa de al lado, para pasar con ella Navidad cuando algo la golpeó.
Distorsionadamente recordaba el chillido de los neumáticos sobre el asfalto
tras ella, pero no recordaba las luces de los faros de ningún coche, solo el
terrible golpe y horas más tarde yacía tirada inconsciente, sangrante y sin
alma. Pensar que tan solo unas horas antes se sentía tan viva, tan fuerte, al
haberle deseado Feliz Navidad a Edward desde su alcoba, mediante las
maravillas de la tecnología moderna.
Cerca de un mes después descubrió
que estaba embarazada y no fue capaz de abortar.
Tanto Charlie como Renée, al
igual que sus vecinos no dejaban de sentirse perturbados por lo atroz de todo
esto, y lo peor, que se diera ante sus ojos y que no pudieran evitarlo. Nunca
lograron encontrar a quién les causó tanto daño, pero hicieron lo mejor que pudieron
para que sus vidas fuesen lo más normales posibles. Con la ayuda de psicólogas
y el cariño de los más allegados lo intentó, realmente lo intentó. Pero,
¿cuánto más fácil habrían sido las cosas si los brazos de Edward le hubiesen
dado cubierto?
Podía escuchar al pequeñito
revolotear por toda la casa, generalmente le era tan difícil reunir las fuerzas
y el coraje para darle a esa criaturita el abrigo, cariño y ternura que se
merecía de su madre. ¿Qué culpa tenía él de ser fruto del destino? ¿De la crueldad?
Esa misma tarde al encontrarse
frente al manuscrito que algunos años atrás se había dispuesto escribir, ese en
que contaba la historia de su vida con Edward si la fortuna les hubiese dejado
ser. Decidió revisar el correo electrónico; pese a que hacía mucho tiempo que
no tenía noticias de Edward se propuso comprobar de todos modos, tal y como
había hecho por costumbre los últimos cuatro años. Y para su sorpresa tenía una
entrada de unas horas atrás, con el pulso temblando entró y tras un suspiro le
fue posible leer:
Isabella, quiero verte, te espero
el día de Navidad en La Cueva,
Siempre tuyo,
Edward
Pd/. Si no llegas… entenderé que
has hecho una vida sin mí.
Isabella echó una mirada a la
fecha, estaban a 12 de diciembre, en doce días sería Navidad. Cerró su
computador y se levantó del escritorio, le transpiraba la piel y le faltaba el
aire. Caminaba por la habitación arrastrando los pies y abrazándose con
intensidad imaginando la situación. No puedo, no podré hacerle frente. ¿Qué
le voy a decir cuando lo tenga por fin delante de mí? ¿Cómo se tomaría él la
existencia de mi hijo? Sacudía la cabeza insistentemente, en completa
negación. Él no lo tomará bien, jamás lo podría tomar bien. No tendré el
valor para contarle todo aquello. Revivir todo aquello. Se detuvo
abruptamente y abrió los ojos.
—Necesito un baño.
Salió hacia su habitación y
preparó la bañera con sales relajantes. Renée y Charlie se habían llevado al
niño al parque, como todas las tardes soleadas, y luego irían a realizar
algunas compras. Tenía la casa para sí sola.
Mientras la tina se llenaba
seguía contemplando la posibilidad de ir a su encuentro. No sabía por qué estar
más asustada, si por el hecho de verlo de nuevo o por cómo contarle que ni
siquiera sabía quién era el padre.
Se desvistió y se sumergió en las
confortables aguas.
Nadie sería capaz de comprenderla
mejor que él. Edward era quien la había amado más en este mundo. Aunque para
ser honestos, no entendía por qué su actual silencio, o qué lo
mantenía lejos de ella, seguía pensando mientras el agua caliente ondulaba
sobre su piel con movimientos tortuosos ante la agitación de su cuerpo.
¿Y si la rechazaba? ¡Dios, estaba a
punto de caer en la demencia!
El chapoteo del agua contra el
piso debido al brusco movimiento la sacó de sus ensoñaciones. ¿Qué te hace
creer que te querrá con un niño a cuestas, Isabella? ¿Eres tan ingenua que te
crees que él te aceptará bajo estas condiciones?
—¡Calla! Déjame en paz —sollozó
sin apenas notar que lo decía en voz alta o que el agua se hallaba en extremo
fría. ¿Tanto tiempo había transcurrido? Su tiempo llegaba al final, en todos
los sentidos.
En los días siguientes su rutina
de vida dio un giro considerable. Ahora ella era quien llevaba a su hijo de
compras y al parque; lo llevaba a la cama y por las noches le permitía que se
quedara con ella cuando, tras algún mal sueño se levantaba y llegaba a su cama;
había aprendido a no rechazarlo más.
Charlie y Renée ayudaron a
Isabella a organizar su viaje. Charlie se ofreció en la tarea de adquirir los
boletos de avión y realizar las reservaciones; Renée le ayudó a preparar las
maletas y cualquier por menor que se requiriera.
Fue así, como entre risas y su
manuscrito, transcurrieron sus vidas hasta que en un abrir y cerrar de ojos
llegó el día.
A Isabella le tomaría un largo
tiempo llegar a su destino, pese a que si bien vivía en los Estados Unidos, los
vuelos para estas fechas ya se encontraban sobrevendidos, y Chicago no era la
excepción. Estaba dispuesta a reunirse con el amor de su vida a quien no veía
en diez años, aun si le fuera necesario incluso realizar el viaje por tierra,
pero pensaba en lo desgastante que sería para el niño y él no deseaba
desprenderse de ella.
Desde el día siguiente al funeral
de Esme y Carlisle Cullen, sus padres adoptivos, la habían enviado a casa de
los Swan en La Florida. Esmerald Swan, nombre de soltera de Esme Cullen, su
madre, fue hermana de Charlie Swan, casado con Renée. El joven matrimonio no
tenía hijos y decidieron reclamar a la más pequeña de los Cullen, a quien
sabían que podían atender.
A Edward lo reclamó Elizabeth
Cullen, hermana de Carlisle, luego de una semana de los funerales. Isabella
trató por todos sus medios que los Swan o Elizabeth Cullen se quedaran con
ambos, pero no le fue posible. Los Swan eran personas modestas que se apiadaron
de ella al presenciar cómo se la llevaban los funcionarios de Servicios
Infantiles. Aunque movieron sus influencias para hacerse con los niños, no les
permitieron más que tomar a uno de ellos y cuando encontraron a la pequeña tan
destrozada e indefensa no tuvieron corazón de dejarla una sola noche en aquel
frío e impersonal lugar.
De su hermano no tuvo
noticias hasta casi tres años después.
El día que recibió una llamada
telefónica de él fue el día en que cumplió doce años. Él llamaba desde
Inglaterra, la voz era diferente, se escuchaba como un chico grande. Recordaba
que sus padres le permitieron contestar el teléfono cada vez que sonaba,
y ella estaba feliz por ello, ya era una niña grande en las puertas de la
adolescencia; y cuando escuchó el silencio al otro lado de la línea sintió
mucho miedo.
¿Edward, eres tú?, había sido un
impulso en ese momento y cuando no contestaron sus piernas le flaquearon. De
pronto se escuchó un fuerte suspiro y su voz la hechizó: Feliz Cumpleaños,
Isabella. Luego de eso el hielo se cortó y se trataron de poner al día con
las cosas más importantes. Él le dio un correo electrónico y su enlace de Skype.
Una vez que la llamada se cortó ella no podía desprender el auricular de su
oído. Hizo que Renée le abriera las cuentas necesarias para contactarse con él
y de ahí en adelante todo fue a mejor. Se enlazaban casi a diario y se
escribían e-mails, se contaban todo, y de nuevo fueron los mejores
amigos. Él no lo sabía, pero ella cada día lo amaba más; incluso le volvió a
llamar Ángel, y eso la llenaba de ilusión. Hacían planes de encontrarse
pronto, pero siempre sucedía algo y nunca se volvieron a tener frente a frente,
en carne y hueso.
Recordó por un momento lo que
solía contestarle cada vez que se ponían en contacto el día de Navidad y ella
le preguntaba: ¿Qué pides este año para Navidad, Edward? Él siempre le
respondía: Te pedí a ti, Isabella. El corazón se le agitaba tanto y tan
fuerte, de eso nada había cambiado. Sentía que se le salía del pecho.
Él siempre hablaba con cariño de
Elizabeth y de cuánto le disgustaban las gentes y actividades pomposas en las
que estaba inmerso el mundo en el que vivía; y siempre se preguntó por qué
Edward nunca trató de que le llevaran con él, de que esa señora le reclamara
también; pero luego recordaba lo buenos que habían sido los Swan consigo y se
sentía tan egoísta.
¿Crees que soy egoísta al desear
vivir allá contigo, Edward? Solía preguntarle cuando más lo extrañaba. Pero
solo bajaba la mirada y luego le decía: Si estuviera en mis manos, Isabella,
tú y yo jamás nos habríamos separado. Te prometo que algún día estarás conmigo
y no permitiré que nadie nos separe de nuevo.
Sin embargo, nunca más volvió a
sentir sus abrazos, su consuelo.
En ocasiones, cuando se
concentra, casi puede oler su piel junto a ella; casi puede escucharlo desearle
buenas noches, en el último instante de conciencia. Pero él está en Londres y
ella en La Florida, con vidas tan diferentes, con mundos tan distantes.
—Isabella, cariño, llegamos. —La
voz de Renée me sobresaltó al abrir la puerta para sacar al niño del portabebés
y hacerme saber que ya estábamos en el aeropuerto, mientras Charlie se
apresuraba a sacar el equipaje de la parte trasera. Tomando a mi hijo de la
mano salimos del coche.
—¿Tienes los tiquetes, hija?
—indagó Charlie, llegando a mi lado cargando con nuestras cosas.
—Sí, aquí los tengo —aseguré,
sacando los documentos del abrigo.
—Cuídate mucho, cariño —sollozaba
Renée contra mi cabello encerrándome en un gran abrazo al que se nos unió
Charlie.
No dejaban de acariciar y besar a
mi bebé, como si temieran que jamás nos volverían a ver. Imagino lo duro que
sería para ellos tener una Navidad sin nosotros, pero era necesario, y
agradecía la comprensión de mis ahora padres. Los Swan se esmeraron en hacerme
feliz y llenar mi vida de cariño, sin importar el costo, y yo los amaba.
—Gracias por ayudarme con todo
esto, significa mucho para mí. —Fueron las últimas palabras que Isabella les
dirigió.
Se acompañaron hasta las puertas
de acceso y se despidieron con un movimiento de mano sobre el hombro cuando
volvió la cabeza hacia atrás. Sintió la manita de su niño halar de ella, lo
estrechó entre sus brazos y pusieron sus pies en movimiento.
Caminaron hasta la sala de
abordaje entre saltitos y jueguecillos del niño. Al llegar buscaron un espacio
donde esperar a ser llamados. El niño se entretenía con un cochecito, ella solo
era capaz de contemplarlo sin derramar lágrimas.
—No te alejes, mi vida. —Isabella
abrió su portátil y escribió, de tanto en tanto elevaba la mirada supervisando
las acciones del niño, hasta que fue hora de embarcar. Respiró profundo,
recogió sus cosas, buscó la manita de su hijo y fueron al encuentro de su
destino, fuese el que fuese.
24 de diciembre, hoy nuevamente
es Navidad. Edward, desde Londres aborda su avión con rumbo hacia los Estados
Unidos. Llegaría al Chicago O'Hare (1) y de ahí a La Cueva sin demoras.
En espera que al finalizar el día tenerse frente a frente, pero, ¿cómo saber lo
que les depara la vida? Solo la firme esperanza lo impulsaba a emprender tal
viaje.
El avión levantó vuelo y una vez
transcurrida la zozobra del despegue, se dedicó a 'typear' velozmente
sobre el teclado, imaginando cómo sería si su novela en lugar de una fantasía,
de un mundo imaginario, un paraíso anhelado; contara así sus vidas, pero era
demasiado perfecto que le suponía imposible siquiera pensarlo, menos aún
soñarlo. El tiempo pasó y pronto él se dejó llevar por el sueño.
Sobresaltado por una de sus
recurrentes pesadillas, se despierta en el instante que la aeronave sufre
fuertes sacudidas, en ese momento la voz de una mujer realiza un anuncio.
—Señores pasajeros, debido al
mal tiempo y de acuerdo a las normas internacionales de seguridad aeronáutica,
nos vemos en la obligación de cambiar la ruta del vuelo y dirigir el avión al
Aeropuerto Internacional John F. Kennedy en Nueva York, hasta que las
condiciones mejoren. Pedimos disculpas y lamentamos las demoras que esta medida
les cause…
La voz de la sobrecargo se
apagaba a medida que se apagaban también sus sueños de tener a Isabella entre
sus brazos para esta fecha tal y como se habían prometido y de esa manera
romper con la maldición que parecía les perseguía en Navidad. Cuando
tenía cinco, vio morir a su madre en Navidad; a los ocho, también en Navidad, trece
años atrás perdió el corazón y la razón cuando encontró los ojos de Isabella;
en vísperas de Navidad, hace diez años ya, perdieron a Esme y Carlisle, los padres
que los unieron; al día siguiente, en Navidad, le arrebataron a Isabella y su
corazón. Nunca más supo lo que era ser abrazado por ella; unos días después,
Elizabeth Cullen lo abriga entre sus brazos y vierte sobre él tanto amor como
nunca había sido testigo fuera posible, pero lo lleva a vivir a medio mundo de
distancia de Isabella; y hoy, en Navidad, decide abandonarse a su suerte y al
destino para encontrarse con ella y… Jamás creyó posible, que el mal clima
sobre Los Grandes Lagos le jugaría una mala pasada, y pondría en jaque
(2) la estabilidad de su
cordura o la resistencia de sus fuerzas. Había sido optimista cuando tomó la
decisión de subir al avión, durante muchos años mantuvo una batalla campal
contra los hechos y resistirse a la verdad debilitó su alma y su cuerpo; pero
jamás se sintió más débil que en este momento. Resistió tanto como pudo, luchó
tanto como pudo, pero la agonía revivía con fuertes llamaradas desquebrajando
su interior.
Suspiró ante la impotencia y
cerró los ojos unos momentos; acomodó el respaldo de su asiento y ligeramente
resignado, se dispuso a concluir su novela; el único consuelo que le quedaba
ante la nube oscura que se presentaba en su futuro, un futuro sin ella.
—¿Qué pides este año para
Navidad, Ángel? Yo te pedí a ti, Isabella.
Notas:
(1) Aeropuerto
Internacional O'Hare, en Chicago.
(2) Jugada en el
ajedrez, previa o anterior al gane.
Gracias por su apoyo, por
los comentarios
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